El gran desafío de las iglesias es la comunicación. Llegar a los fieles, multiplicar el número de creyentes, disipar dudas y herejías, son tareas que demandan comunicadores eficaces, convincentes, persuasivos.
Sobre todo hoy que las iglesias tradicionales afrontan el tremendo reto de nuevas congregaciones, algunas informales, que asientan su poder en predicadores con amplio manejo de los modernos medios de comunicación social.
Sin ir más lejos: hay en muchas radios de Salta, voces amables que hablan del bien y del mal, realizan tele-sanaciones, proponen dejar de sufrir, oran por enfermos y difuntos, y diagraman itinerarios de felicidad terrenal y eterna.
Para las iglesias tradicionales, la Católica entre ellas, el desafío conlleva la
necesidad de cuidar el idioma, de acercar el lenguaje oficial y ritual al lenguaje cotidiano, sin caer en concesiones a la vulgaridad. El reemplazo del latín por los idiomas de cada país es un paso en esta dirección. La aparición de sacerdotes nativos, que reemplazan a los tradicionales padrecitos españoles e italianos, contribuye a este imprescindible acercamiento a la feligresía.
Pero claro, la profundización del pluralismo cultural que experimentamos los salteños reclama revisiones en las estrategias de comunicación religiosa. Pienso, desde mi ignorancia, que quién está a cargo de un sermón o de una predicación realiza un cierto esfuerzo por sintonizar con la parroquia, sin incurrir en herejías y manteniéndose fiel a la ortodoxia.
En Salta hubo grandes oradores religiosos. Para no mencionar a los maestros contemporáneos, me limitaré a recordar a Monseñor Roberto J. Tavella que nada tenía que envidiar al Magistral de la Catedral de Toledo, como quedaba de manifiesto durante el novenario del Milagro cuando concurrían a Salta las cumbres de la oratoria católica.
Esta introducción viene a cuento para referir mi ocasional encuentro (en una misa de difuntos) con un sacerdote que tiene a su cargo una parroquia ubicada en uno de los barrios más pobres de la ciudad de Salta.
El celebrante consoló a los deudos, disertó sobre la vida y la muerte, exhortó a la solidaridad, clamó por el respeto a los mayores, condenó la avaricia, ensalzó a la familia, pero en lugar de hacerlo en un lenguaje distante o apelando a ejemplos bíblicos, usó palabras cotidianas y refirió casos próximos de santidad y pecado. Parecía un amigo ilustrado hablando en una tertulia familiar.
Narró, por ejemplo, el caso de un avaro anónimo cuyos bienes, celosamente acumulados, pasaron a ciertos amigos de sus hijas pecadoras ("todo lo que ahorró aquel paisano riquísimo fue a parar a manos de los pata i lana").
Es muy posible que en la Biblia se encuentren situaciones parecidas que sirvan para afirmar los principios de la doctrina. Lo singular es que este sacerdote lo volcó en un lenguaje coloquial que, sin mengua de la ortodoxia, conmovió a los presentes.
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