La humanidad se ha visto nuevamente sacudida por el terrorismo. Esta vez la práctica atroz ha dejado casi un centenar de víctimas en Noruega. En la Argentina, la noticia fue rápidamente sepultada por otros acontecimientos y fue recibida por autoridades y políticos con un extraño silencio.
Es probable que estos actores de la vida política nacional y local, hayan pensado que la distancia geográfica y cultural que nos separa de Noruega, un país ejemplar desde varios puntos de vista, les relevaba de la obligación moral y cívica de pronunciarse sobre el hecho aberrante.
Sin embargo, expresar la más categórica de las condenas contra este y todos los terrorismos es una exigencia de la conciencia humanista que no sabe de fronteras. Las cien muertes en Noruega hieren intensa y gravemente a los derechos humanos a la vida, a la paz y a la convivencia y, por consiguiente, deben ser repudiados sin matices ni reservas mentales.
Los argentinos, que arrastramos la vergüenza histórica del “por algo será” (aquella frase con la que miles y miles consintieron los crímenes cometidos en los años setenta por mentes y manos asesinas que pretendieron legitimarse apelando a la razón de estado o a la revolución que habría de alumbrar nada menos que “un hombre nuevo”), deberíamos ser más cuidadosos en materia de terrorismo.
Sobre todo teniendo en cuenta la tragedia que para nosotros representó la violencia asesina que emponzoñó la vida política de aquellos años, y cuyas consecuencias aún no hemos sido capaces de cerrar honrada, inteligente y definitivamente en coherencia con los cánones éticos que son propios de la sociedad cosmopolita fundada en los derechos humanos.
Todavía son muchos los argentinos que creen que una violencia justificó la otra violencia; que los fusilamientos de junio de 1956 justifican el fusilamiento de Aramburu en 1970; que el asesinato de presos indefensos hizo buena la réplica asesina sobre militares; que el asesinato de hijos de militares legitimó el robo de hijos de los terroristas del bando enemigo; que la voladura de unidades policiales autorizó la voladura de cadáveres odiados.
Pero es precisamente esta infame pretensión de revestir al asesinato, y a otros crímenes, de una justificación idealista, llámese ésta razón de estado o revolución, apélese a dogmas de derecha o de izquierda, lo que hace más vil si cabe a los crímenes políticos.
Quizá sea este empecinamiento en dividir a los asesinos y a los asesinados en buenos y malos, en elevar a los altares a unos y sepultar en las cárceles a otros, lo que explique ciertos silencios.
Puede que la decisión de perseguir los crímenes terroristas cometidos por uno de los bandos setentistas y, simultáneamente, amnistiar los del otro bando, impida a algunos de los que hoy gobiernan emitir una condena categórica como la que merece el hecho terrorista de Noruega. Idéntico reproche merece, desde luego, el silencio de cierta derecha argentina cegada quizá por la filiación del bárbaro noruego.
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