He tenido ocasión de conocer muchas embajadas. Algunas por dentro. Otras por fuera. Y a medida que las conocía en profundidad y que, en paralelo, se consolidaban las nuevas tecnologías de las comunicaciones, empecé a sospechar que se trataban de un anacronismo, de un despilfarro burocrático, de un resabio del nacionalismo soberanista.
Solamente si se suprimieran los cócteles, las recepciones y los viajes inútiles (o sea, la mayoría de ellos), las naciones ahorrarían fortunas. Hoy, gracias a Internet y a herramientas como la firma electrónica, casi todos los trámites de extranjería y de seguridad social internacional pueden realizarse a distancia. Las video conferencias hacen superfluos viajes de altos cargos y del séquito que invariablemente les acompaña.
Los servicios de información, secretos o públicos, radicados en cada embajada son comentaristas de lo obvio o espías encubiertos que ofenden al país de acogida. En cualquier caso, las legítimas inquietudes científicas y culturales resultan mejor atendidas por académicos, doctorandos y universitarios que investigan construyendo puentes de libertad y amistad.
Si los nacionales de varios países se anoticiaran de cuántos sindicalistas, empresarios, políticos, legisladores y funcionaron viajan anualmente a Ginebra con el pretexto de asistir a reuniones de organismos internacionales, munidos del preceptivo pasaporte diplomático, seguramente estallaría la furia. Sobre todo si dispusieran de información acerca de las yutas que se hacen los viajeros pagados con fondos públicos.
La majestuosidad de las embajadas y la suntuosidad de las residencias de embajadores, antiguos símbolos del poder y de los privilegios, resultan, además de inútiles, un insulto a los principios republicanos o a la sobriedad de una monarquía democrática.
Esos elementos de lujo oriental, además de impactar en el presupuesto, producen un efecto adicional: Turban a los arribistas y marean a los profesionales del servicio exterior que suelen abusar de su poder persiguiendo a mucamas y choferes, como lo muestran los repertorios de juicios laborales contra las embajadas de casi todos los países en cualquier lugar del mundo.
Los ciudadanos que viajan por el mundo o que residen en el exterior son testigos de la generalizada inutilidad de los servicios consulares. En caso de catástrofes, el Embajador siempre está fuera de la sede; si la policía expulsa a emigrantes, el cónsul se declara incompetente; si usted trabaja en el exterior y pretende hacer un trámite consular tropezará con horarios de vagos; si necesita legalizar documentos deberá pagar tasas y honorarios exorbitantes.
En resumen: Ojalá muchos países imitaran a los suecos que acaban de cerrar su embajada en Buenos Aires. Aceleraríamos nuestro viaje hacia un mundo sin fronteras y nos ahorraríamos unos pesitos.
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