martes, 9 de agosto de 2011

Crimen y clasismo (a propósito de los asesinatos en San Lorenzo)

Luego de los notorios avances realizados en la investigación de los crímenes perpetrados en San Lorenzo y que estremecieron a la opinión pública global, me atrevo a traer aquí algunas consideraciones sometidas, como no, a los filtros de la prudencia.

La primera de ellas tiene que ver con los sorprendentes intentos de imponer una lectura clasista del múltiple crimen.

Diversas usinas procuraron, con mala intención o cándidamente, dividir al universo de sospechables en dos grandes grupos: los lugareños pobres y los hijos del poder.

Más que identificar a los asesinos, se trataba de explicitar una larvada lucha ideológica que propone dividir a los salteños (o a los transeúntes) en ricos y pobres, rodeando a cada grupo de todos los vicios o de todas las virtudes, según el gusto de los improvisados sociólogos.

Esto conecta con la peligrosa tendencia de mirar los acontecimientos, sobre todo el crimen, según filtros elementales.

Así, un ladrón es menos ladrón si en vez de haber nacido en Salta, nació en provincias o naciones vecinas; una violación es más deleznable si ocurrió en las inmediaciones de mi domicilio, que si sucedió en Catamarca.

Siguiendo esta absurda manera de razonar, el asesinato es más o menos repugnante según la pertenencia ideológica o social del asesino y de su víctima. Y, por supuesto, a los sospechosos, para quienes así piensan, hay que buscarlos en el universo de personas que concitan sus fobias, recelos, desconfianzas o resentimientos.

Esta falsa lógica es la que lleva, por ejemplo, a criminalizar la pobreza o a construir listas de sospechosos en razón del color de la piel, de la dureza del pelo, de los modos de hablar o de vestir.

Mientras unos temen a los morochos que se divierten en bailables donde luce el cartel “damas gratis”, otros recelan de quienes asisten a fiestas cuya entrada vale 25 euros.

Es bueno recordar que la responsabilidad penal es siempre individual y que la función del Estado es atribuirla, con todas las garantías legales, comunicándolo a la opinión pública.

Por supuesto, este principio funciona mejor allí donde los ciudadanos confían en sus instituciones; o, lo que es lo mismo, allí donde las instituciones se han ganado la confianza de sus ciudadanos por su buen hacer y su buen comunicar.

Por encima de errores y tropiezos cometidos por los representantes del Estado, más allá de frivolidades de café o de imprudencias periodísticas, lo cierto es que las autoridades han logrado un éxito que merece el reconocimiento de todos.

Se abre ahora un tiempo de balances, de rectificaciones y de intercambios que nos permitan sacar conclusiones y mejorar nuestra seguridad y, por tanto, nuestras vidas individuales y en comunidad.

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