lunes, 10 de septiembre de 2012

Responsabilidad e irresponsabilidad política

Los políticos, tanto si gobiernan como si están en la oposición, gozan del raro privilegio de que las consecuencias de sus actos relevantes serán soportadas por otros; vale decir, por los habitantes del espacio de que se trate y por quienes habrán de sucederles en el poder.

Naturalmente, para que esta lógica implacable se verifique es preciso que los actores políticos se desenvuelvan en un régimen basado en la periodicidad de los cargos representativos y en la alternancia. Por tanto, es muy probable que en una hipotética autocracia hereditaria de muy larga duración las consecuencias de determinadas decisiones políticas vayan a ser soportadas por el mismo autócrata o sus familiares.
En las democracias representativas sucede que no siempre el cuerpo electoral ni la opinión pública logran percibir con claridad las consecuencias que aquellas medidas relevantes habrán de tener en el medio y largo plazo. Se produce entonces una suerte de divorcio temporal entre el acto político, sus consecuencias y las responsabilidades de quienes lo ejecutan.

En unos casos, los líderes que adoptan la decisión tampoco llegan a comprender cabalmente sus repercusiones últimas. En otros, las ignoran a sabiendas, manipulan a la ciudadanía y se empeñan en redoblar la apuesta adoptando nuevas decisiones contrarias al interés de las futuras generaciones para sostener su “modelo”.

Cabe señalar que en las democracias maduras (me refiero a los regímenes apegados a la Constitución y que cuentan con un pueblo políticamente culto), aquel privilegio que conduce a la irresponsabilidad de los dirigentes resulta rechazado por los ciudadanos que revocan mandatos, imponen visiones críticas, construyen alternativas y condenan al ostracismo a quienes les conducen por caminos generacionalmente insolidarios[1].
Esta reacción de la ciudadanía demanda, entre otros factores, lucidez colectiva, libertad de expresión, imperio de la ley, independencia judicial, activismo de los intelectuales, participación de los líderes civísticos. En los regímenes en donde la ciudadanía actúa adormecida por la propaganda, por las dádivas o el desaliento los dirigentes devienen políticamente irresponsables.

Sin embargo, no cabe descartar que frente a grandes eclosiones, los ciudadanos reaccionen fieramente y, más tarde que nunca, “hagan tronar el escarmiento”.

Breve repaso a la irresponsabilidad política en la Argentina
Nuestra historia, mirada desde la óptica de la responsabilidad de los políticos (entre los cuales, ciertamente me incluyo), está plagada de ejemplos que muestran la perversidad de aquel privilegio que traslada en el tiempo las consecuencias de los propios actos.

Los golpes militares que, bueno es recordarlo, gozaron de generalizado beneplácito (comenzando por el de 1930 donde un general salteño derrocó al Presidente Irigoyen) o el periódico saqueo de los ahorros que los trabajadores construyen para su jubilación y otras contingencias, muestran lo que vengo sosteniendo: Actos mal valorados en su momento y cuyas consecuencias nefastas se hacen patente mucho tiempo después.
Pero no sólo desde posiciones de gobierno suelen adoptarse posiciones irresponsables. La decisión del general Juan Domingo Perón de alentar la violencia terrorista entronizando a sus líderes en puestos de conducción del movimiento fue, a mi modo de ver, un gravísimo error político de trágicas consecuencias que ni el mismísimo Perón (que llegó a apercibirse de su error) pudo corregir.

En este mismo orden de ideas, la barbarie del régimen presidido por Jorge Rafael Videla, además del trágico balance medido en vidas y en dolor humanos, es otro ejemplo de aquella lógica de la irresponsabilidad política, una lógica que la dinámica de los procesos judiciales no alcanza a quebrar.
La Argentina y los argentinos padecemos las consecuencias de aquellas trágicas decisiones. Las sufre también nuestra cultura política que arrastra todavía tics autoritarios y el endiosamiento de los terroristas buenos y la simétrica satanización de los terroristas malos.

Para no huir del presente, señalaría que los ataques a la libertad de expresión (el abuso de la cadena oficial es uno de sus puntos más altos), el clientelismo que forma súbditos, las deformaciones al derecho a la protesta (que, toleradas por el Gobierno, están destruyendo las instituciones en Jujuy), la sobre-ideologización de las normas jurídicas, la partidización de la enseñanza, son algunas de las decisiones políticas que adopta doña Cristina Fernández de Kirchner con pretensión de ampararse en el privilegio de la irresponsabilidad.
Si bien están surgiendo indicios de un cierto hastío cívico, amagos de recomposición de las fuerzas políticas y sociales alternativas (incluido sectores del movimiento obrero), la pretensión de los epígonos de la Presidenta de la República de imponer su relección indefinida son, nada más pero nada menos, un audaz intento de consagrar, por la vía de los hechos y al amparo de una abusiva lectura de la regla mayoritaria, la máxima “princeps legibus solutus est” como alfa y omega de nuestra alicaída institucionalidad democrática y republicana.



[1] DIEZ PICAZO, Luis María “La criminalidad de los gobernantes” (1996).

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