Naturalmente,
para que esta lógica implacable se verifique es preciso que los actores
políticos se desenvuelvan en un régimen basado en la periodicidad de los cargos
representativos y en la alternancia. Por tanto, es muy probable que en una
hipotética autocracia hereditaria de muy larga duración las consecuencias de
determinadas decisiones políticas vayan a ser soportadas por el mismo autócrata
o sus familiares.
En las
democracias representativas sucede que no siempre el cuerpo electoral ni la
opinión pública logran percibir con claridad las consecuencias que aquellas medidas relevantes habrán de tener en el
medio y largo plazo. Se produce entonces una suerte de divorcio temporal entre
el acto político, sus consecuencias y las responsabilidades de quienes lo
ejecutan.En unos casos, los líderes que adoptan la decisión tampoco llegan a comprender cabalmente sus repercusiones últimas. En otros, las ignoran a sabiendas, manipulan a la ciudadanía y se empeñan en redoblar la apuesta adoptando nuevas decisiones contrarias al interés de las futuras generaciones para sostener su “modelo”.
Cabe señalar
que en las democracias maduras (me
refiero a los regímenes apegados a la Constitución y que cuentan con un pueblo
políticamente culto), aquel privilegio que conduce a la irresponsabilidad de los dirigentes resulta rechazado por los
ciudadanos que revocan mandatos, imponen visiones críticas, construyen
alternativas y condenan al ostracismo a quienes les conducen por caminos
generacionalmente insolidarios[1].
Esta
reacción de la ciudadanía demanda, entre otros factores, lucidez colectiva,
libertad de expresión, imperio de la ley, independencia judicial, activismo de
los intelectuales, participación de los líderes civísticos. En los regímenes en
donde la ciudadanía actúa adormecida por la propaganda, por las dádivas o el
desaliento los dirigentes devienen políticamente
irresponsables.
Sin embargo,
no cabe descartar que frente a grandes eclosiones, los ciudadanos reaccionen
fieramente y, más tarde que nunca, “hagan
tronar el escarmiento”.
Breve repaso a la irresponsabilidad política en la Argentina
Nuestra
historia, mirada desde la óptica de la responsabilidad de los políticos (entre
los cuales, ciertamente me incluyo), está plagada de ejemplos que muestran la
perversidad de aquel privilegio que traslada en el tiempo las consecuencias de
los propios actos.
Los golpes
militares que, bueno es recordarlo, gozaron de generalizado beneplácito
(comenzando por el de 1930 donde un general salteño derrocó al Presidente
Irigoyen) o el periódico saqueo de los ahorros que los trabajadores construyen
para su jubilación y otras contingencias, muestran lo que vengo sosteniendo:
Actos mal valorados en su momento y cuyas consecuencias nefastas se hacen
patente mucho tiempo después.
Pero no sólo
desde posiciones de gobierno suelen adoptarse posiciones irresponsables. La
decisión del general Juan Domingo Perón de alentar la violencia terrorista
entronizando a sus líderes en puestos de conducción del movimiento fue, a mi
modo de ver, un gravísimo error político de trágicas consecuencias que ni el
mismísimo Perón (que llegó a apercibirse de su error) pudo corregir.
En este
mismo orden de ideas, la barbarie del régimen presidido por Jorge Rafael
Videla, además del trágico balance medido en vidas y en dolor humanos, es otro
ejemplo de aquella lógica de la irresponsabilidad
política, una lógica que la dinámica de los procesos judiciales no alcanza
a quebrar.
La Argentina
y los argentinos padecemos las consecuencias de aquellas trágicas decisiones.
Las sufre también nuestra cultura política que arrastra todavía tics
autoritarios y el endiosamiento de los terroristas
buenos y la simétrica satanización de los terroristas malos.
Para no huir
del presente, señalaría que los ataques a la libertad de expresión (el abuso de
la cadena oficial es uno de sus puntos más altos), el clientelismo que forma
súbditos, las deformaciones al derecho a la protesta (que, toleradas por el
Gobierno, están destruyendo las instituciones en Jujuy), la sobre-ideologización
de las normas jurídicas, la partidización de la enseñanza, son algunas de las
decisiones políticas que adopta doña Cristina Fernández de Kirchner con
pretensión de ampararse en el privilegio
de la irresponsabilidad.
Si bien
están surgiendo indicios de un cierto hastío cívico, amagos de recomposición de
las fuerzas políticas y sociales alternativas (incluido sectores del movimiento
obrero), la pretensión de los epígonos de la Presidenta de la República de
imponer su relección indefinida son, nada más pero nada menos, un audaz intento
de consagrar, por la vía de los hechos y al amparo de una abusiva lectura de la
regla mayoritaria, la máxima “princeps
legibus solutus est” como alfa y omega de nuestra alicaída
institucionalidad democrática y republicana.
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