El Gobierno
declama progresismo pero avanza hacia la conformación de una seudo-democracia
de corte franquista. Se trata de una estrategia que utiliza una retórica
“izquierdista” para consolidar un “capitalismo de amigos” y edulcorar hechos
antidemocráticos.
Ha recurrido
a este productivo método a la hora de aniquilar la división de poderes, de
eliminar los controles institucionales, y de erosionar los frenos que ejercen
los ciudadanos a través de los medios de comunicación y de los jueces. La
reforma que promueve el kirchnerismo es una prueba más de esta deriva
autoritaria.
Es bueno
recordar aquí que en la España de Franco existía un solo Poder: “El sistema institucional del Estado español
responde a los principios de unidad de poder y coordinación de funciones”[1].
Por ese entonces la “función judicial” administraba justicia en nombre del
Caudillo[2].
Franco, al igual que luego otros dictadores latinoamericanos, fue contrario al
liberalismo político que alumbró la Constitución de Cádiz (1812)[3]
y que potenció nuestra Constitución alberdiana (1853).
Hoy, como en
tiempos del caudillo ferrolano, los argumento para la concentración del poder
apuntan tanto a la “eficacia” (“los controles obstruyen las geniales
intuiciones del Jefe”), como a un presunto “interés general” encarnado,
precisamente, en la persona de doña Cristina Fernández de Kirchner.
Obsérvese
que a consecuencia del híper presidencialismo -que agrede a los partidos
políticos-, y de nuestras viciadas prácticas electorales, la obtención de una
simple mayoría habilita para ocupar el Gobierno (todos los gobiernos, en todo
el país), disciplinar la “función legislativa”, y neutralizar los órganos de
control. La ansiedad hegemónica que consume a los ideólogos de la naciente
autocracia hace, entonces, urgente poner en un mismo puño al Poder Judicial en
donde se detectan focos de resistencia.
Para lograr
objetivo tan ambicioso como antirrepublicano, la Presidenta ha diseñado un
paquete legislativo que apunta no solo a controlar la designación de los
jueces, sino a vigilar que su comportamiento se sujete a las directrices
oficiales, y, llegado el caso, facilitar su expulsión merced a criterios
viciados de politización.
Otro de los
ejes de la reforma procura, por si aquella subordinación resultara
insuficiente, blindar las decisiones que la mayoría simple y ocasional pueda
adoptar en contra del bloque
constitucional federal y cosmopolita que la Argentina fue conformando en un
itinerario que comienza en 1853, avanza en 1957 (artículo 14 bis) y se
consolida en 1994 con la irrevocable inserción de nuestro país en el orden de
los Derechos Fundamentales consagrados en Tratados y Convenios Internacionales
(CN, artículo 75.22).
Inmunidades y privilegios del Estado
A mediados
del siglo XIX el Estado argentino no podía ser ni siquiera demandado antes los
tribunales[4];
los juristas que defendían tal privilegio del Estado respecto de las personas
lo explicaban como una emanación de la soberanía que, de tal suerte, residía en
el Gobierno y no en los ciudadanos. Desde entonces hasta aquí, la lucha de los
demócratas logró que aquellas inmunidades y privilegios del Estado fueran
cediendo en beneficio de los derechos individuales y colectivos de todos y cada
uno de nosotros.
Fue así como
la Ley 3.592[5] de
1900 suprimió la “venia legislativa”[6],
abriendo un proceso que profundizaron las leyes[7]
de creación de la jurisdicción contencioso-administrativa de carácter judicial[8],
y que adquirió fuerza definitiva en dos momentos muy significativos: En 1957,
cuando la SCJN hizo lugar recurso de amparo (caso SIRI[9]),
y en 1994 cuando la Convención Constituyente incorporó los Tratados
internacionales que, entre otros derechos fundamentales, reconoce el derecho a la tutela judicial efectiva.
Adviértase,
en este sentido, que antes de esta crucial reforma constitucional de 1994, el
derecho de los particulares a acceder a una jurisdicción contencioso
administrativa de rango judicial radicaba, ante la restrictiva fórmula del
artículo 116 de la Constitución Nacional[10],
en la voluntad del legislador ordinario y, como tal, estaba sujeta a revisión o
abrogación por parte del Congreso de la Nación.
Por tanto, desde
1994, el derecho a tal jurisdicción judicial plena, que incluye -como no- el
acceso a las medidas cautelares, es un derecho fundamental anclado en el bloque constitucional federal y cosmopolita.
Como bien explica GARCIA PUELLÉS “la
competencia del Poder Judicial de la Nación, cuando un ciudadano reclama por la
violación de sus derechos fundamentales, no surge de la ley sino de su propia
dignidad como persona o, en el peor de los casos, de los Tratados
Internacionales de Derechos Humanos que han sido elevados a jerarquía de norma
constitucional por el artículo 75 inciso 22 de la Ley Suprema de la Nación”[11].
Si bien
subsisten aun algunos privilegios en favor del Estado (jurisdicción especial,
plazos procesales, agotamiento de la instancia administrativa, habilitación de
instancia, vías ejecutivas), lo cierto es que nuestros legisladores y jueces
democráticos han construido un régimen jurídico complejo en donde las
relaciones entre el Estado y los ciudadanos tienden a equilibrarse basándose en
principios de derecho común[12]
(o en normas construidas sobre el principio de igualdad procesal y no sobre
prerrogativas), y en donde las personas
cuentan con remedios -más o menos eficaces- para frenar los abusos de cualquier
poder público y, si acaso, cubrir sus omisiones.
En este
contexto de consolidación del derechos de los particulares a demandar al
Estado, la batalla, en la Argentina y en otros países, se ha trasladado al
campo de las medidas cautelares; una batalla de especial trascendencia en
nuestro país en tanto se inserta dentro de la estrategia del actual Gobierno
por rehuir de los controles republicanos.
La
pretensión de la Presidente de la República y de las fuerzas políticas que la
acompañan de restringir la potestad de los jueces de dictar medidas cautelares
contra el Estado, tal y como está formulada en el Proyecto que da origen a esta
nota, constituye un avasallamiento al Poder Judicial (ya que no puede
concebirse la función de hacer justicia desprovista de las herramientas
necesarias para hacer eficaces sus resoluciones) tanto como al derecho de los
ciudadanos a obtener una tutela judicial
efectiva. Resultan especialmente irritantes la agregación de requisitos
habilitantes (artículos 13, 14 y 15) y los plazos de caducidad (artículo 5) de
las medidas cautelares, y el régimen recursivo (artículo 13.3) ideado en el
Proyecto que acaba de aprobar la Cámara de Senadores.
Cabe añadir,
dentro de este breve repaso a los aspectos más regresivos del Proyecto, la
autorización prevista por el artículo 17 para que el Estado pueda demandar
judicialmente medidas urgentes tendientes a restablecer la normalidad de los
servicios públicos[13].
Una primera lectura de su redacción originaria dejaba pocas dudas de que este
artículo apuntaba a habilitar intervenciones administrativas contra medidas de
protesta protagonizadas por los ciudadanos; vale decir, a regular por la puerta
falsa el derecho de huelga y otras medidas de fuerza desplegadas por los
trabajadores y otras expresiones sociales. El añadido que, a instancias de una
organización no gubernamental vinculada al Gobierno, aprobó el Senado, además
de revelar el potencial anti huelgas del Proyecto originario, termina por esterilizar
la norma.
La independencia de los jueces
Es cierto
que hay segmentos de la justicia en donde impera la obediencia a los gobiernos
de turno o en donde mandan determinados intereses corporativos o personeros
influyentes. Es cierto también que no en todos los casos los ciudadanos podemos
obtener justicia con la celeridad, objetividad (entendida como imperio del
principio de legalidad) e imparcialidad y que en este sentido padecemos un
déficit democrático en el ámbito del Poder Judicial. Pero es igualmente cierto
que ninguno de los seis proyectos apunta a remediar esta acuciante enfermedad
institucional.
Por el
contrario, la politización de la designación y remoción de jueces, y las
severas restricciones que se oponen a las medidas cautelares contra el Estado
van en la dirección contraria y violan tratados de rango constitucional, tal es
el caso de la Declaración Americana de
Derechos del Hombre (artículo 18), la Declaración
Universal de Derechos Humanos (artículo 8), del Pacto de San José de Costa Rica (artículo 8) o de los Pactos de Nueva York.
Sólo la
resistencia cívica y los residuos de independencia judicial[14]
pondrán las cosas en su sitio.
[1] Ley Orgánica del Estado de 10 de enero de
1967, artículo 2.II.
[2] Artículo 6, de la misma Ley.
[3] Esta Constitución apuntó a poner fin a la
monarquía absoluta (“la confusión de
funciones, característica del antiguo régimen, era consecuencia de la unidad de
poder encarnada en el Rey”). Como explica SANCHEZ AGESTA, “al limitarse y circunscribirse el poder del
Rey, surge la función legislativa con un órgano propio, las Cortes, y se separa
netamente la organización y el procedimiento judicial” (“Historia del Constitucionalismo español”,
Editorial Centro de Estudios Constitucionales, Madrid – 1974, página 98).
[4] GARCIA PULLÉS, Fernando (director) “El contencioso administrativo en la
Argentina”, Editorial ABELEDO PERROT, Buenos Aires – 2012, Tomo I, páginas
1 y siguientes).
[5] Esta Ley fue promulgada por el Presidente
Nicolás Avellaneda. Así y todo, la Ley 3.592/1900 no otorgó a los jueces el
poder de ejecutar las sentencias contra el Estado que, de tal suerte, tendrían
efectos meramente declarativos.
[6] Antes de entonces, para demandar al Estado
era necesario obtener una Ley especial a través de la cual el Congreso de la
Nación autorizaba al ciudadano a promover una acción judicial contra el Estado.
Inaugurando este camino, la Ley 675 autorizó a la compañía Aguirre Carranza a
entablar demanda.
[7] Me refiero a las leyes provinciales, dado
que, como bien recuerda el Proyecto en debate (Mensaje 377 n° 377 de 8 de abril
de 2013), “en el orden nacional no existe
un régimen orgánico del proceso judicial frente a las autoridades públicas.
Sólo el título I de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos número
19.549, prevé normas reguladoras generales de la admisibilidad de la pretensión
procesal administrativa”.
[8] En el temprano año de 1826 el salteño Manuel
Antonio de Castro impulsó la judicialización de esta instancia en la
Constitución Nacional unitaria que fuera más tarde anulada por Manuel Dorrego
(véase Atilio Cornejo “Bibliografía
jurídica de salteños”, Ediciones Limache, Salta – 1983).
[9] En los años de 1950, la Policía de la
Provincia de Buenos Aires clausuró el diario “Mercedes”, que se publicaba en la ciudad del mismo nombre. La Corte
Suprema de Justicia de la Nación hizo lugar al recurso planteado por su
director Ángel SIRI, que invocó la violación de derechos constitucionales; la
Corte ordenó a las autoridades cesar en las medidas restrictivas de los
derechos fundamentales. Con esta sentencia, nace el recurso de amparo que
completa y mejora la vía del tradicional habeas corpus.
[10] Algún sector de la doctrina inmediatamente
posterior a la aprobación de la Constitución de 1853, sostuvo que el artículo
116 sólo se refiere a las causas en donde el Estado sea parte actora. Era,
además, la opinión del Convencional y ministro José Benjamín Gorostiaga.
[11] Obra citada, página 9.
[12] Precisamente esta situación da pie al
Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner para criticar el régimen jurídico
vigente (“el trámite y los requisitos de
admisibilidad y procedencia de las medidas cautelares contra el Estado y sus
entes descentralizados se encauzan por conducto de las mismas normas procesales
que rigen el proceso entre particulares, ignorándose, de ese modo, la
preminente nota de interés público que gobierna toda la actividad estatal”),
y propiciar un régimen especial y autónomo de medidas cautelares contra el
Estado. Si bien no es mi propósito profundizar en este tema, es oportuno dejar
sentado aquí la necesidad de debatir y poner en cuestión el concepto mismo de interés público como concepto unitario
que define y opera en todos los casos el Gobierno; en mi opinión es más
adecuado hablar de intereses públicos
y admitir que los mismos pueden ser portados y operados por otros actores
sociales en concurrencia o competencia con el propio Estado. Pretender, como
pretende el Proyecto que comento, que el argumento del interés público es
suficiente para otorgar prerrogativas al Estado, es una pretensión anacrónica y
contraria al concepto de “Estado constitucional social de derecho” que esgrime
el mismo Proyecto.
[13] “Cuando
de manera actual o inminente se produzcan actos, hechos u omisiones que
amenacen, interrumpan o entorpezcan la continuidad y regularidad de los
servicios públicos o la ejecución de actividades de interés público o perturben
la integridad o destino de los bienes afectados a esos cometidos, el Estado
nacional o sus entidades descentralizadas que tengan a su cargo la supervisión,
fiscalización o concesión de tales servicios o actividades, estarán legitimados
para requerir previa, simultanea o posteriormente a la postulación de la
pretensión procesal principal, todo tipo de medidas cautelares tendientes a
asegurad el objeto del proceso en orden a garantizar la prestación de tales
servicios, la ejecución de dichas actividades o la integridad o destino de los
bienes d que se trate. Lo expuesto precedentemente no será de aplicación cuando
se trate de conflictos laborales, los cuales se regirán por las leyes vigentes
en la materia, conforme los procedimientos a cargo del Ministerio de Trabajo,
Empleo y Seguridad Social en su carácter de autoridad de aplicación” (Artículo
17)
[14] La principal dificultad que encuentra y
encontrará el Gobierno actual reside, precisamente, en la potestad de los
jueces para revisar la constitucionalidad de las normas que, seguramente,
aprobará el Congreso de la Nación para avasallar su independencia.
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