En los años
de 1970 un grupo de visionarios, convocados por el Club de Roma, formuló una
pregunta llamada a tener enorme repercusión en los debates académicos y
políticos: “¿Existen límites al
crecimiento?” (Véase MEADOWS, D. y otros "Los límites del crecimiento - Edición 2012, Editorial TAURUS). Parafraseando a estos expertos, quienes vivimos en la ciudad
de Salta deberíamos formularnos varias preguntas:
¿Es posible
mantener el actual ritmo de crecimiento urbano sin atender a las restricciones
de los recursos disponibles? ¿Es social, urbana, y económicamente sustentable
el crecimiento exponencial que experimenta la construcción de edificios de
altura, en un contexto de falta de inversión pública y privada en obras de
infraestructura?
¿Estamos
adoptando las previsiones para que las generaciones futuras disfruten de una
Salta equilibrada, sana y segura? ¿Está la Municipalidad de Salta en
condiciones de encauzar la industria de la construcción dentro del marco
constitucional y legal que garantiza nuestros derechos al ambiente, al paisaje y
a una ciudad donde todos vivamos dignamente?
El colapso del agua y de la red cloacal
No hace
falta recurrir a las estadísticas para comprobar que el centro de nuestra
ciudad está siendo sembrado de edificios de altura que alteran entornos,
colapsan nuestra precaria red cloacal, y aceleran la guerra por el agua para
consumo humano; una guerra que los mono-bloques van ganando a las tradicionales
casas bajas de nuestro centro histórico.
En realidad, Salta carece de agua suficiente
para los casi 700.00 habitantes, muchos de los cuales la derrochan de modo
salvaje. La posibilidad de que esta carencia estructural pudiera ser remediada
mediante obras de almacenamiento y distribución, es remota en tanto tales obras
no están en los presupuestos ni en el horizonte de los gobernantes. Pero es
además seguro que -incluso ejecutándolas a marcha forzada- en los próximos años
la falta de agua potable no hará sino aumentar nuestras penurias.
El estado de nuestra red cloacal se comprueba
visitando la planta depuradora o, por ejemplo, el cauce del rio Arenales que se
ha convertido en un vertedero de aguas negras y putrefactas, ante la pasividad
de las autoridades que solo atinan a tapar la realidad o a transferir responsabilidades.
La ciudad, con el beneplácito de los
gobernantes, muchas veces asociados al fenómeno, está en manos de una
trepidante especulación inmobiliaria que construye sin orden ni concierto, y
que no repara en medios para alcanzar sus objetivos, aunque estos sean
contrarios a las Ordenanzas vigentes.
No está de más advertir que aquella
especulación está provocando una “burbuja inmobiliaria” alentada por la ausencia
de otros mecanismos de ahorro y por la irrupción de distintas modalidades de
dinero negro. Y es bueno recordar que cuando estas burbujas urbanas estallan
dejan detrás de si desempleo, viviendas sin vender, licuación de precios y
otros quebrantos económicos.
La
Municipalidad no está al servicio de todos
Hay que añadir que la Municipalidad de la
Capital, que en este sentido actúa en fina sintonía con Las Costas, no se
plantea siquiera poner las instituciones al servicio del interés general, en
tanto actúa convencida de que la especulación inmobiliaria crea riqueza y
empleos y que da “soluciones habitacionales”.
Por supuesto, el señor Intendente y sus
portavoces se preocupan por “vestirse de verde”, viajando a cuanto foro
ambientalista se convoque en el mundo. Pero este discurso sedicentemente progresista
es desmentido a diario por el maridaje celebrado con los especuladores y por la
negligencia con que tratan las quejas de los vecinos y los problemas de los
servicios esenciales.
Cuando un juzgado penal ha comprobado que no
menos de 100 edificios de altura se han hecho al margen de la ley y en muchos
casos de modo fraudulento, la Municipalidad responde con un blanqueo generoso
con los infractores, que ofende a los perjudicados, y que daña a las futuras
generaciones.
Cuando la misma Municipalidad y el Gobierno
provincial constatan la escasez de suelo edificable, se lanzan con inusitada
voracidad sobre cualquier espacio verde aunque sea inundable (es el caso de las
40 hectáreas expropiadas por la Ley 7.752) o haya sido declarado reserva
ambiental (“Loma Balcón”).
En tiempos electorales, el oficialismo se precipita
a promover “asentamientos” y distribuye
terrenos sin acceso a los servicios mínimos; vale decir, alienta la creación de
espacios urbanos a sabiendas de que allí será imposible la vida digna.
Para dar visos de legalidad a su accionar
incompetente, las distintas administraciones crean artilugios burocráticos
(como los “certificados de pre-factibilidad”), desmantelan los servicios de
Policía urbana y ambiental, o disimulan la carencia de medios y de voluntad
política para asegurar que las nuevas edificaciones de altura sean sísmicamente
seguras.
Un panorama sin duda desolador, que
transcurre y se agrava ante la negligencia de muchos y la impotencia de los pocos
que se atreven a poner el grito en el cielo y a reclamar por la vigencia de los
derechos urbanísticos fundamentales.
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