Las ideas dominantes en el movimiento obrero
salteño y argentino, no responden a los nuevos problemas que desafían a los
trabajadores activos, a desocupados, a jóvenes que ni estudian ni trabajan, a jubilados
y pequeños cuentapropistas.
El 1° de Mayo de 1886, en Chicago, se inicia un
largo ciclo durante el cual los trabajadores lograron mejoras paulatinas en sus
condiciones de vida. La unidad obrera, la solidaridad internacional, la huelga
y la articulación entre acción sindical y acción política, fueron las
herramientas que, en la mayoría de los países, hicieron avanzar a la justicia
social y a la democracia.
Cien años después comenzó, a escala
planetaria, otro período caracterizado por la concentración de la riqueza y del
poder en pocas manos. Un proceso que ha provocado que hoy el 10% más rico posea
el 85% del total de la riqueza mundial; o que, por ejemplo, 10 personas
acumulen patrimonios equivalentes a toda la economía de Francia (BAUMAN –
2014).
Fue a partir de los años 80 del pasado siglo,
cuando los dueños del capital híper concentrado perfeccionaron los mecanismos
para apropiarse de porcentajes crecientes de la riqueza creada, y desarrollaron
ideas e instituciones para esterilizar la huelga o transformarla en arma meramente
defensiva.
El nuevo diseño de la economía mundial ha
puesto en profunda crisis al movimiento obrero internacional, a sus ideas
tradicionales, y a sus estrategias recurrentes. Una crisis que, por extensión,
cuestiona también ciertas bases de la democracia representativa y pone en
entredicho las promesas de bienestar contenidas en las Constituciones de casi
todas las naciones.
Los
trabajadores argentinos
Por supuesto, los trabajadores argentinos,
viven esta crisis y sufren las consecuencias de una acción sindical impotente
frente a la inflación, las devaluaciones, el desempleo o el trabajo en negro.
La vieja alianza entre las organizaciones
obreras y el peronismo político no produce los resultados de antaño. Los
líderes sindicales -luego de haber resignado su autonomía- oscilan entre las
rabietas y la sumisión; sus organizaciones malviven en un régimen que las
condena a un papel subordinado.
Encastillados en la defensa de sus afiliados,
los sindicatos se empeñan en huelgas que sólo pueden aspirar a mantener el
poder de compra. Mientras, las condiciones de trabajo se deterioran ante la
incapacidad de renovar los vetustos convenios colectivos de 1975. Y retrocede también
la calidad de vida, a raíz de la decadencia de las prestaciones en materia de
seguridad, vivienda, urbanismo, salud y educación.
Los sindicatos mayoritarios se muestran incapaces
de reflexionar sobre el nuevo contexto y de renovar su acción reivindicativa.
Los obedientes a los gobiernos, sólo esperan concesiones; los rebeldes, convocan
huelgas que aíslan a los trabajadores de otros sectores que integran el bloque
de los excluidos y perjudicados por la inflación y las grietas del Estado de
Bienestar.
La burocratización lleva a casi todos los dirigentes
a defender el monopolio sindical y a otorgar concesiones a cambio de mantener ventajas
personales. Mientras, soportan los embates de movimientos emergentes conducidos
por la izquierda clasista.
En Salta la situación es, ciertamente, peor:
Las tasas de empleo permanecen bajas; el trabajo en negro y de mala calidad
figura al tope de los indicadores nacionales. Los sindicatos locales están
anclados en el sucursalismo y son meras delegaciones de las cúpulas porteñas;
muchos de sus líderes pujan por un lugar en el Presupuesto Provincial.
Actúan en una Salta rica que es, además, una
Salta excluyente que reproduce a escala el proceso mundial de híper
concentración del capital. Los trabajadores soportan las peores consecuencias
de la inseguridad, de la expansión de las drogas, de la mala calidad de los servicios
de educación y salud, y la degradación urbana patente en los asentamientos.
¿Es posible
salir de esta encerrona?
Los trabajadores salteños necesitan luchar
contra la “favelización” de las ciudades, y en favor del ambiente, del acceso a
la justicia del trabajo y a los demás derechos fundamentales. Y pensar en dimensión
estratégica: ¿En términos de empleo e integración, cuál es el mejor futuro para
nuestra producción agropecuaria y minera? ¿Qué política de hidrocarburos es más
favorable a los trabajadores y a las nuevas generaciones? ¿Cómo eliminamos el
sesgo monárquico de nuestras instituciones?
En el espacio nacional, los trabajadores
deberían pensar en reconstruir sus alianzas sociales y políticas. Necesitan reforzar
su autonomía y liberarse del seguidismo a los gobiernos; también nuevas
definiciones para actuar como representantes de todos los trabajadores. Necesitan
repensar la huelga (para no dañar a usuarios y consumidores), y renovar los CCT
petrificados desde 1975. Y sobre todo, a mi modo de ver: Necesitan forzar la
apertura de un proceso de concertación tripartita que garantice la estabilidad
monetaria y de precios, que mejore el empleo y consagre el derecho a la
información, y que contemple una nueva agenda (inseguridad, urbanismo, ambiente).
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