La historia enseña que a todo esplendor
sucede un ocaso, y que esta transición provoca tensiones críticas. En el ámbito
de la política, la inexorable decadencia de quienes han perdurado en el vértice
del poder, suele generar raptos de “confusión mental caracterizada por
alucinaciones y por la reiteración de pensamientos absurdos, e incoherencias”
(RAE).
Los
delirios conducen a la megalomanía (P. AGUIRRE[1]) y
pueden, incluso, alumbrar una “Comisión
para la Inmortalización” (J. GRAY[2]), como
aquella que proponía congelar el cadáver de Lenin para devolverlo a la vida ni
bien las condiciones científicas lo hicieran posible.
Precisamente
para evitar estos peligros, las repúblicas democráticas se asientan sobre la división
de los poderes, la periodicidad de los cargos públicos, y el respeto a todas
las minorías; o, lo que es lo mismo, sobre la supremacía de la Constitución. Se
trata de principios consagrados para impedir los abusos de los poderosos.
En tiempos de ocaso, el furor se apodera del Jerarca
y de quienes le aplauden; el delirio aconseja perpetuarse en el poder apelando,
por ejemplo, a argumentos que enfatizan el carácter irremplazable del Jefe, o
que advierten sobre metas colectivas pendientes que sólo Él puede alcanzar.
En sus momentos de lucidez, el “Conducator”
(el duque que conduce) comienza a pensar en las consecuencias judiciales y
políticas derivadas del ejercicio del poder absoluto. Y la conclusión estratégica
es casi siempre la misma: Forzar reelecciones a cualquier costo, redoblar la
apuesta por el control de la opinión pública, de las instituciones estatales y
civiles, blindar su patrimonio y, sobre todo, cubrir la eventual retirada
sancionado normas de impunidad y sembrando amigos en el Poder Judicial.
En estas circunstancias -terribles para las
sociedades que las padecen- el Autócrata abandona proyectos sensatos y promesas
benéficas, deja de gestionar los asuntos públicos y se concentra en su ambición
suprema: Continuar en el cargo, reforzar los cepos que le garantizan
controlarlo todo sin ser controlado por nadie, y consolidar a la nueva casta
que se beneficia de favores con dineros públicos. Llegado el caso y para eludir
barreras legales, el Jerarca en apuros no descarta consagrar como sucesor a
alguien de la misma sangre.
Sin embargo, en la enorme mayoría de los
casos que registra la historia contemporánea, tales estrategias absolutistas
terminan en estruendosos fracasos y, tarde o temprano, las sociedades modernas
encuentran los modos de sacudirse tan incómodo yugo y de retomar los caminos
que conducen a la libertad, la igualdad y el bienestar.
Salta y el
ocaso del Gobierno del señor Urtubey
Sin llegar a los extremos antes reseñados,
nuestra Provincia vive algunas de las tensiones propias de un fin de ciclo.
El Gobernador de Salta, por encima de amagues
pensados para distraer a una platea que crece en rebeldías, despliega una
intensa actividad tras su principal objetivo: Ser reelecto, reforzar hegemonías
y, por las dudas, sembrar las instituciones de personas afines de las que
espera lealtad más allá de formalidades electorales y constitucionales.
El activismo oficialista es inasequible al
desaliento. La enorme derrota sufrida en las últimas elecciones provinciales
(2013), la creciente contestación social (docentes y empleados públicos), el
fracaso en la colonización de colegios profesionales y de otras organizaciones
sociales libres, la aparición de evidencias de malas prácticas y fraudes en
áreas sensibles (adjudicación de viviendas), la firmeza de magistrados que se
niegan a proceder según los dictados del Ejecutivo, son acontecimientos que, de
un lado, muestran la inminencia del ocaso y, de otro, alimentan ansiedades,
temores y malestar en los círculos áulicos.
Mientras, en el amplio espacio opositor
comienzan a emerger ideas y proyectos alternativos. Algunos, proponen un cambio
de régimen; vale decir, la creación de un nuevo orden institucional y
productivo que, anclado en la Constitución, sea capaz de derrotar la pobreza y
las exclusiones, de reformar de raíz nuestra Educación para, en simultáneo,
formar salteños universales, y abordar los problemas ancestrales que marcan
nuestra cultura, y de abandonar el seguidismo a la Nación unitaria.
Salta, para tener éxito en un mundo en cambio,
necesita nuevas reglas que hagan realidad la democracia republicana. No se
trata sólo de buscar un resultado electoral que releve al Gobernador, sino de
diseñar un programa que responda detalladamente a estas preguntas: ¿Cómo rescataremos
de la ignorancia y el desánimo a nuestros estudiantes?, ¿Cómo preservaremos el
ambiente? ¿Cómo haremos efectiva la independencia de jueces y organismos de
control? ¿Cómo garantizaremos la representación legislativa de las minorías, el
federalismo, y la integración territorial y social de Salta?, ¿Cómo activaremos
nuestro potencial productivo (alimentos, combustibles, minería, servicios), no
al servicio del lucro individualista y depredador, sino de un nuevo modelo de
producción que genere pleno empleo y distribuya equitativamente las riquezas?
Ideas y preguntas que, lamentablemente,
desagradan a quienes gobiernan y les tientan a hacer tronar el escarmiento.
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