Muchas de estas cosas no se ven en los centros prósperos y son ocultadas por las estadísticas oficiales. Siguiendo pautas culturales arraigadas, quienes viven en esas periferias no suelen aparecer por el centro, y cuando lo hacen procuran presentarse en condiciones que ocultan padecimientos y privaciones.
Frente a este panorama, la política oficial carece de un diagnóstico preciso, y persiste en sus propósitos mezquinos e irresponsables: Mantener serenos y acotados a los pobres, y buscar su voto a cambio de ayudas materiales discrecionales.
El Gobierno de Salta, siguiendo el molde unitario, piensa que la pobreza es manifestación de carencias materiales y diseña programas para transferir rentas y proveer alimentos.
Clasismo en el Estado
social
Después de la segunda guerra mundial muchas naciones pusieron
en marcha servicios sociales orientados a atender las necesidades de quienes no
podían autosatisfacerlas.
Por supuesto, la cuantía y calidad de las nuevas
prestaciones varía en función de los enfoques ideológicos presiden la
distribución de la riqueza. Pero el principio rector manda que las ayudas sirvan
para integrar, y que los servicios se presten en condiciones de calidad, homogeneidad
y objetividad (“una necesidad, un derecho”).
En Salta las cosas suceden de otra manera. Las
oportunidades y las condiciones para acceder están segmentadas. Los servicios
sociales funcionan a tres velocidades. Hay educación, salud, justicia,
seguridad y urbanismo para pobres, que nada tienen que ver con los servicios para
los pudientes. Sin olvidar que muchos ni siquiera acceden a las prestaciones de
baja calidad.
Un urbanismo clasista potencia los asentamientos, y
reserva el agua potable, las cloacas, los espacios verdes para los centros
privilegiados.
Pensar que, en la Salta contemporánea, todas las
familias funcionan según el molde tradicionalista, es un anacronismo propio del
pensamiento decadente. En este contexto resultan especialmente chocantes el
nepotismo y las apelaciones a “la misma sangre” como criterio de acceso a los
cargos ejecutivos o judiciales.
Los excluidos
sin esperanzas
Muchos de los miembros de las familias excluidas han
perdido la alegría de vivir. Carecen de ilusiones, de sueños, de esperanza. No
disponen de las herramientas imprescindibles para salir de la marginalidad. No pueden
siquiera imaginar un futuro para ellos y sus hijos.
Frente a esto, las respuestas clásicas oscilan entre la
manipulación, la reiteración y el oportunismo que aconseja hablar retóricamente
de la pobreza como una realidad indiferenciada, transitoria y fácilmente abatible.
Las propuestas rutinarias prometen empleos, subsidios
y más servicios que replican la mala calidad de los existentes. Por ejemplo, más
escuelas públicas que sigan produciendo los magros resultados conocidos y que dan
lugar a que casi el 100% de los egresados de la UNSA provenga de la enseñanza
privada.
Por supuesto la nueva política social incluye
transformar la escuela pública: Abandonando el seguidismo unitario; diseñando nuevos
contenidos; reconstruyendo la carrera docente; dotándola de unidades
especializadas para recuperar a todos los alumnos con dificultades para
continuar y concluir sus estudios.
Necesitamos
otro Estado
Tenemos 600.000 salteños sumidos entre la indigencia y
la pobreza. De entre ellos, hay miles de excluidos que quizá nunca lograran
acceder a bienes y derechos elementales, ni podrán desarrollar satisfactoriamente
las potencialidades ínsitas en su condición de personas.
Frente a este acuciante panorama sobran la demagogia y
la improvisación. El clientelismo es, sencillamente, una práctica criminal.
Se impone diseñar otra política social a la medida de
las necesidades locales, que tome en cuenta los factores culturales identitarios.
Un Ministerio para la Integración Social deberá movilizar
a no menos de 5.000 asistentes sociales de diferentes especialidades, distribuidos
por nuestra geografía. Serán los encargados de mejorar el funcionamiento de los
gabinetes psicopedagógicos escolares; de instalar servicios de ayuda a las
familias en los centros de salud, en los comedores infantiles, en los centros
vecinales y deportivos; de ayudar a las iglesias y organizaciones no
gubernamentales que intentan paliar la crisis social y familiar.
Estas unidades abordarán, por ejemplo, los déficits en
materia de convivencia y de cultura del trabajo (2 o 3 generaciones que
vivieron y viven de subsidios). Apoyarán la reconstrucción del tejido social,
familiar y vecinal; promoverán la cultura del diálogo, enseñando a resolver
conflictos, a mantener relaciones constructivas, a convivir con lo diferente o
antagónico.
Esta nueva política social requiere, ciertamente y entre
otras cosas, la contribución de los expertos y de las Universidades locales que
deberían estar en condiciones de proveer los profesionales, los contenidos y
las rutinas de los nuevos servicios de ayudas a la integración.
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