Poner la educación al servicio de la integración social y de la producción es un desafío estratégico para los salteños.
En este terreno, en el de la educación, las cosas no van bien.
Mas allá de que los recursos públicos sean o no bastantes, es evidente que las prestaciones educativas dejan mucho que desear tanto desde el punto de vista de la cantidad como de la calidad. De las formas como de los contenidos.
Cualquiera que se detenga a analizar la evolución de nuestra estructura social y de nuestros barrios, advertirá que estamos retrocediendo a una situación de marginalidad similar a la de muchos suburbios de Buenos Aires.
Ayer, en un zaguán céntrico, tres changuitos se drogaban. Pensé en nuestras carencias (la escuela, los servicios municipales de ayuda), y no en la policía.
Si nada hacemos, pronto surgirán voces reclamando rebajar la edad penal y criminalizando la pobreza.
Los actores del proceso educativo (gobernantes, sindicalistas, docentes, padres, alumnos y expertos) deberían comprometerse en la transformación de la educación pública y privada, para ponerla en sintonía con nuestras necesidades concretas.
Vale decir, para convertirla en una herramienta de integración social: ampliando la cantidad de horas, reformando los contenidos, reforzando las actividades complementarias que tienen como centro a la escuela.
Los vínculos entre educación y producción no son buenos.
Colegios y universidades deberían tender puentes con nuestros motores económicos para vincular educación y trabajo, reforzando los planes relacionados con el ferrocarril, la agricultura, el turismo, la minería y con sus servicios auxiliares. Y, como no, crear cátedras y becas para vincularnos con China y con África.
(Para FM Aries)
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