Los foráneos suelen achacarnos cierta lentitud. Se sorprenden o critican nuestro hablar cansino, nuestros pasos cuidadosos, nuestras morosas conversaciones de café, nuestros interminables saludos en las esquinas.
Hay quienes explican estas características de la salteñidad, en función de las montañas que rodean nuestros pueblos o de las alturas sobre las que están edificadas nuestras ciudades.
Otros las relacionan con la influencia cultural de las poblaciones originarias que disfrutaban de una idea del tiempo muy distinta a la de los conquistadores europeos.
En cualquier caso, que la altura imprime carácter y determinadas aptitudes físicas, lo acaba de comprobar el seleccionado argentino de fútbol en La Paz.
Lejos de una calificación en bloque, creo que aquella lentitud, cuando existe, merece consideraciones muy matizadas.
Muchos salteños y salteñas han hecho del hablar pausado y de la morosidad amorosa una verdadera virtud que provoca envidia ajena, y que ha llevado a varias de nuestras bellas mujeres a los altares en Europa y en la América del Norte.
La desconfianza congénita, unida a la lentitud a la hora de tomar decisiones, nos ha preservado, en ocasiones, de males mayores. Aun cuando, también es verdad, nos ha orientado a un cierto conservadurismo pernicioso.
Un buen amigo mío, salteño tradicionalista si los hay, pretende convencerme de las bondades unánimes de nuestra morosidad, citando un reciente libro de un periodista canadiense que elogia la lentitud contraponiéndola al vértigo de las sociedades desarrolladas.
Pero no es bueno trasvasar conclusiones. Ni terminar confundiendo lentitud con pereza. Ni menos justificar que un trámite que debe durar 10 minutos, demore una semana.
(Para FM Aries)
No hay comentarios:
Publicar un comentario