Muchos de quienes nos gobernaron desde 1983 a la fecha, pensaron y piensan -en su fuero íntimo- que eficacia y democracia son conceptos antagónicos.
En realidad, hay gobernantes que en nombre de la eficacia están dispuestos a dejar de lado principios morales, violentar normas jurídicas y burlar instancias de control. Especulan con que la ciudadanía salteña premia al que hace y es benévola con quienes dejan de lado las reglas éticas y legales.
En nombre de la eficacia, aquellos gobernantes desprecian también a las minorías y se adscriben a diversas formas de cesarismo.
Sus teóricos y asesores pueden llegar a admitir que la construcción de consensos, necesariamente ardua y lenta, es un requisito de las modernas democracias. Pero rápidamente optan por dejarla de lado en beneficio del “ordeno y mando”, más grato al autoritarismo y más acorde con la eficacia.
Si se trata de construir caminos, contratar consultorías, o comprar kits escolares, es más eficaz la contratación directa que las licitaciones. Si hay que incorporar personal es más directo el amiguismo que los concursos. Para el cesarismo, los controles previos son dilatorios y los controles posteriores forman parte de la máquina de impedir.
Quien se atreviera a comparar, por ejemplo, la democracia española con la democracia salteña, advertiría que una de las diferencias radica en la teoría y en la práctica del consenso.
Mientras que para los españoles (sobre todo durante la transición), el consenso es un valor superior, para los gobernantes salteños (al menos para la mayoría de ellos), el consenso es una rémora.
Pero, además de este problema, si se quiere ideológico, hay una diferencia importante: Salta carece de personas preparadas para generar y construir consensos. Años de autoritarismo nos vinculan más con los Césares que con la democracia consensual. Son más nuestras la querella, la demolición, el chiste y la calumnia.
(Para FM Aries)
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