Pese a las leyes del determinismo biológico, envejecer es una aventura singular y apasionante. Un avatar que transcurre desbordando planes, extinguiendo ilusiones y alumbrando acechanzas.
De un tiempo a esta parte tiendo a equiparar el envejecimiento con un aterrizaje donde cada uno es su propio piloto condenado a operar sin mayores instrumentos.
Porque este singular aterrizaje, que nos conduce nada menos que a la muerte, avanza sin que sirvan de mucho las experiencias ajenas, los libros de auto-ayuda, ni las guías espirituales.
Lo cierto es que, con los años, casi todo cambia. Y que estos cambios se aceleran a medida que caen las décadas de toda biografía personal.
El pelo se encanece o evapora. La piel tiende a apergaminarse. Antiguos amores y amistades emigran antes de tiempo. La memoria y la voluntad comienzan a vacilar. El erotismo se reconvierte. El tiempo que resta adquiere mayor valor. El espíritu se serena y aconseja condonar deudas pendientes. En suma, un proceso fascinante.
Hay quienes lo abordan con serenidad. Otros recurren a la cirugía, a la farmacia o las esteticistas buscando reparar averías.
Mi receta es ciertamente distinta: Intento actuar con la concentración propia de quién pilota un Jumbo. Interrogo a mis amigos mayores. Releo a Chateaubriand. Escaneo mi alma en busca de brechas y la higienizo periódicamente. Reemplazo la dieta calchaquí por la dieta mediterránea. Mantengo actualizado mi testamento vital.
Pero estas precauciones son nada comparadas con la de uno de mis amigos que retoca día a día la lista de oradores que deberán despedirle en el Cementerio de la Santa Cruz. O de aquel otro que convocó a sus amigos y, en su lecho de muerte, rezó su propio responso.
(Para FM Aries)
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