Una requisitoria académica me propone el desafío de pensar acerca del futuro del trabajo en la Argentina. Al hacerlo, me invade una sensación de vértigo que proviene de los datos contemporáneos y de su proyección tanto en lo que se refieren a la Argentina como conjunto nacional, como cuando el pensamiento se centra en Salta y su futuro.
Me asiste la convicción de que en el inmenso territorio argentino coexisten dos países. Pero no se trata ya de aquella clásica división que por años enfrentó al puerto con el interior, sino de una división que atiende a la distribución del acceso a los valores, a los bienes materiales y espirituales, a los derechos fundamentales y, en última instancia, a la dignidad.
Las cifras más confiables muestran que casi 15 millones de hombres y mujeres que habitan en nuestro territorio nacional están excluidos o en riesgo de exclusión respecto de aquellos valores y derechos.
Esta profunda división social que separa a incluidos y excluidos, tiene muchos puntos de contacto con las categorías más usuales que se construyen alrededor de los binomios riqueza/pobreza o empleo/desempleo, pero las supera y desborda. Estar excluido es más grave que ser pobre o desocupado, en tanto significa la imposibilidad de acceder a la dinámica que conduce al bienestar dignificante.
Desde hace casi 40 años, las políticas púbicas no aciertan a la hora de fijar un itinerario que conduzca a incluir a esos millones de hombres y mujeres impedidos de participar en los beneficios de la liberad y del bienestar. Tan pertinaz desacierto tiene que ver, a mi criterio, con el diseño de medidas que no atinan a definir exactamente el problema, considerándolo pura y simplemente como un problema material, de carencias de rentas mínimas y de bienes básicos.
Sin embargo, una cosa es abordar el problema del desempleo de personas de algún modo insertas en la cultura del trabajo, y otra muy distinta es facilitar el acceso al empleo a las personas que, por razones históricas, sociales y familiares, han devenido inempleables.
Incluso, como lo muestra la experiencia inmediata, la educación básica común se revela incapaz de cumplir sus metas cuando debe atender a niños y jóvenes que provienen de aquel mundo terrible de los excluidos. Nuestros maestros, programas ni manuales están preparados para hacer frente a un desafío inédito por su magnitud.
Por razones vinculadas con la justicia y el futuro de la república, pero también por motivos económicos, la Argentina precisa incorporar a esos 15 millones de personas al proceso productivo. Incorporarlos también a la dinámica cívico-democrática para que dejen de ser masa al servicio de caudillos que, despreciándoles, les asisten para mantenerlos en su estado de exclusión.
El futuro demanda, entonces, nuevas políticas de educación y empleo especialmente diseñadas para lograr la cohesión social. Un desafío que reclama un amplio consenso político y la decisión de escuchar a quienes padecen las consecuencias de la exclusión.
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