Una de las formas de medir el grado de civilización de cualquier comunidad consiste en averiguar la conducta colectiva respecto de su pasado y, en lo que aquí interesa, establecer los esfuerzos que dedica a preservar sus monumentos.
Desde esta óptica, y a juzgar por el desdén de las autoridades y de buena parte de la población ante el implacable derribo de las casonas céntricas que simbolizaron el estilo de nuestra ciudad, Salta sale muy mal parada. La destrucción de nuestro patrimonio urbano histórico es, a todas luces, un acto de irresponsabilidad que nos acerca a las sociedades más desaprensivas y bárbaras.
Parece claro que estamos frente a un caso de responsabilidades compartidas. Entre los gobiernos (provincial, nacional y municipal), lastrados por una singular incapacidad; los especuladores, que aprovechan para enriquecerse a contramano del interés general; y una ciudadanía que, salvo honrosas excepciones, asiste impávida al espectáculo depredador.
Este brevísimo inventario de responsabilidades no estaría completo si omitiera la que cabe a los dineros que corrompen a funcionarios para que hagan la vista gorda, omitan las reformas imprescindibles, o toleren el incumplimiento de normas.
Pero el caso de la bellísima casa llamada de Leguizamón, ubicada en la esquina de Caseros y Florida, es un asunto de pura incompetencia estatal, agravada por el hecho de que se trata de uno de los elementos más valiosos de nuestro patrimonio histórico.
La implacable degradación del inmueble se produce, desde hace lustros, a la vista de todos los que circulamos por la populosa esquina. De vez en cuando, algún funcionario atina a apuntalar el edificio con horribles palos; otro se atreve a inventariar los muebles salvados de la rapiña; y a uno acaba de ocurrírsele tapar el edificio con modernas imágenes estampadas en tela.
Mientras, el agua y el tiempo hacen su trabajo sobre la que supo ser una de las residencias más refinadas de la Salta colonial. Construida con el adobe de la época, la casa de Leguizamón reproducía -a escala- el buen gusto, el lujo y las comodidades que rodeaban a las familias de la aristocracia europea.
Los escasos salteños que aún viven y que llegaron a conocer sus salones, su mobiliario, su vajilla, sus elementos de iluminación, sus aparatos de música y su decorado, podrían dar fe de las bellas condiciones que adornaron la casa hoy en ruinas.
Pero nuestra burocracia está, desde hace mucho tiempo, reñida con la estética. Y se pierde ahora en litigios de incompetencia en donde todos se pasan el expediente que, como brasa ardiente, comienza a atemorizar al Gobernador, al Intendente y al Secretario de Cultura de la Nación.
Ahora, la prioridad es que, si la casa se viene abajo, el hecho ocurra bajo otra jurisdicción. Se trata, entonces y una vez más, de zafar. Olvidando que el desafío es restaurar, preservar y devolver al patrimonio común un inmueble que, además, enriquecería nuestros atractivos turísticos.
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