Continuando con esta serie de columnas dedicadas a analizar la crisis española, me referiré a los aspectos políticos de la misma. Hacia mediados de los años 70 los españoles advirtieron de que su sistema de convivencia de matriz corporativa, asentado tras los horrores de la guerra civil, era incapaz de satisfacer las expectativas e ilusiones de todos.
Incluso los sectores más lúcidos del régimen tardo-franquista sabían que las normas excluyentes, fundadas en antiguos odios, no estaban ya en condiciones de conservar la paz y de abordar los desafíos del futuro.
Por aquel tiempo la enorme mayoría de los españoles deseaba vivir en una democracia de corte europeo y estaba dispuesta a aceptar la economía de mercado a cambio de determinadas garantías de bienestar social.
Los representantes del régimen, con Adolfo Suarez a la cabeza, y los líderes de los partidos políticos que emergían tras décadas de persecuciones, se dieron a la tarea y consensuaron las bases de la España moderna que quedaron plasmadas en documentos tales como los Pactos de la Moncloa de 1977 y la Constitución Española de 1978.
Esos acuerdos adoptaron recaudos para garantizar tanto la transición ordenada y pacífica como la gobernabilidad futura. Los grandes actores políticos no querían recaer en los excesos de la Segunda República española y adoptaron los recaudos para pacificar las querellas del pasado.
La restauración de la monarquía, el régimen parlamentario basado en la primacía de los partidos mayoritarios, la apertura de un proceso de regionalización o federalización, la consagración de los derechos fundamentales, entre ellos la libertad sindical, la alianza con las estructuras con las que occidente hacía frente a la guerra fría, y la incorporación a las Comunidades Europeas, fueron los ejes políticos de la nueva España.
Muchas de estas convicciones que lograron mayoritarias adhesiones, están hoy siendo cuestionadas por quienes creen que ha llegado el momento de inaugurar una nueva etapa. Si bien hay algunos consensos que seguramente habrán de mantenerse, hay otros que ya no reflejan las inquietudes sobre todo de las nuevas generaciones.
El sistema bipartidista (protagonizado por el conservador Partido Popular y los socialistas) y las reglas electorales que lo blindan, están en el centro de la indignación de los españoles en rebeldía.
Para comprender el malestar que genera el bipartidismo excluyente, resulta útil una referencia a lo que sucede en nuestro país y en Salta, donde las leyes electorales, quizá más brutalmente que en España, también promueven la concentración del poder y dejan fuera de las instituciones representativas a las minorías.
Todo hace suponer que los indignados españoles lograrán, no sin esfuerzo, los cambios institucionales que reclaman. Sobre todo el que propugna un régimen electoral directamente proporcional que garantice la representación de las minorías en los cuerpos legislativos. (Continúa)
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