Me he referido en columnas anteriores a las principales manifestaciones de la crisis económica y política que afecta a España y que, como se sabe, está generando movilizaciones que expresan la indignación de miles y miles de personas.
Uno de los inspiradores intelectuales del inédito movimiento español es el pensador Stephan HESSEL, de 93 años, que trabajó entre los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, quien con un manifiesto de no más de 30 páginas está contribuyendo al despertar de conciencias, inquietudes y responsabilidades.
Seguramente nuestro señor Urtubey se habrá sorprendido ante tan evidente desmentida de su tesis de que solo cabe esperar algo nuevo y valedero de los jóvenes que, como el, abrevan en las exclusivas fuentes de la sabiduría.
El contraste entre ambos pensamientos y comportamientos es abrumador: Mientras que nuestro Gobernador es un adalid del pasado y celoso velador del régimen excluyente, el anciano profesor HESSEL mueve multitudes impugnando inequidades y verdades establecidas.
La señora Presidenta, guía de nuestro Gobernador, en un rapto de entusiasmo verbal, ha dicho que los indignados españoles están luchando por conseguir lo que hoy, gracias a su modelo, disfrutamos los argentinos.
Pero eso no es sino un tremendo error. Poco menos que una apelación propagandística y autorreferencial, propia de quién mira el mundo como quién contempla su delicado ombligo. Si bien es cierto que la indignación todavía no es el talante de la mayoría de los argentinos, es igualmente cierto que los españoles descontentos con su realidad difícilmente la cambiarían por la realidad argentina que multiplica las lacras que les indignan.
Aquí los desocupados se llaman excluidos o se esconden tras la fachada de subsidios magros y clientelares y de bajos salarios; los banqueros y los amigos del poder ganan dinero como nunca; las grandes corporaciones, entre ellas los sindicatos, conservan antiguos poderes; el régimen político no es ni siquiera bipartidista, pues quienes mandan se han encargado de destruir a los partidos que podrían amenazar su hegemonía.
¿Cómo los indignados españoles se mirarían en el espejo salteño siendo que aquí la Ley electoral, en combinación con hábiles maniobras, le aseguran al señor de Las Costas (antes Juan Carlos, hoy Juan Manuel), no ya el 60% de los votos, sino el 90% de los representantes legislativos?
La diferencia entre España y Salta está, a mi modesto entender, entre estilos de santidades: La Santa Indignación española es en Salta Santa Resignación.
Dado que nuestras mayorías están mejor que en otras épocas, temen estar peor, y no son dadas a las grandes inquietudes de futuro, continúan comprando eslóganes, caras lindas, y triquiñuelas. Al menos por ahora.
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