Vaqueros, mi pueblo adoptivo, es un sitio de inusitada belleza, de valiosas especies forestales, de animales exóticos, de enorme potencial turístico, y de antigua paz provinciana. Un pueblo que, además, se transforma día a día al ritmo que marca el crecimiento desordenado del área que se conoce con el nombre de “Gran Salta”.
Sus 240 Km2 de superficie albergan a poco más de 5.000 habitantes, una cifra que aumenta a pasos agigantados, según los datos del interesante libro “Vaqueros un lugar con historia” escrito por un equipo de la UNSA coordinado por doña María Isabel Tolaba.
Si bien sus reservas de agua, bosques y biodiversidad no han sido científicamente mensuradas, hay indicios de que tienen una magnitud que permite calificarlas de estratégicas para el futuro del Valle de Lerma y de otros espacios aledaños.
Estas enormes riquezas están siendo ya víctimas de maniobras especulativas, de carácter inmobiliario, hídrico, forestal o agrícola, que buscan el lucro inmediato, rompiendo los equilibrios medioambientales y sin respetar los derechos de las futuras generaciones. Y todo parece indicar que este tipo de operaciones habrá de multiplicarse en el futuro inmediato.
Desde el punto de vista de las instituciones, es poco lo que se ha progreso desde los lejanos tiempos cuando Vaqueros era poco más que la finca del ilustre Senador don Carlos SERREY.
El Municipio, creado en 1970, carece de los medios elementales para llevar adelante aquello que se supone son sus tres cometidos esenciales: a) Ejercer el poder de policial ambiental, forestal, hídrico y urbanístico; b) Definir y controlar la ejecución de los planes estratégicos pensados para administrar los recursos naturales.; y, c) Promover la convivencia, proveer los servicios esenciales y atender las necesidades sociales.
El marco jurídico definido por las Ordenanzas Municipales es de una enorme precariedad, tanta como la de sus servicios públicos de información, recaudación y control. Lagunas legislativas, publicidad deficiente de las normas y difícil acceso a los procedimientos de aplicación de las mismas, conforman un cuadro preocupante.
Pienso que Vaqueros debería definir urgentemente un rumbo que le permita, de un lado, alcanzar los beneficios de la Ley de Bosques y, de otro, contar con un Plan Estratégico de desarrollo compatible con la conservación del medioambiente y de los recursos naturales. Para lograrlo, además de la buena voluntad de las autoridades, hace falta una amplia movilización ciudadana que incluya el concurso de voluntarios imbuidos de los nuevos principios que defienden a la madre tierra de la especulación y de las agresiones.
viernes, 26 de noviembre de 2010
Vaqueros, potencia hídrica y forestal
miércoles, 24 de noviembre de 2010
Ante la muerte de Mario Salvadores
Queridos amigos:
La familia de Mario me ha concedido el alto honor de despedir sus restos mortales y evocar su trayectoria.
Lo haré, más que como un amigo de Mario, como uno de sus compañeros de sueños y amarguras.
Siendo jóvenes, en los años 60 y 70, compartimos la ilusión de contribuir a la forja de un país más libre y más justo. Cometimos seguramente muchos errores, pero jamás practicamos ni prohijamos la violencia política.
El compromiso de Mario con aquellos ideales fue intenso, valiente y generoso, en tiempos difíciles para todos los argentinos.
Como todos ustedes saben, los que albergaban designios sectarios y mezquinos esperaron el mejor momento para castigarnos duramente.
Siendo Juez, Mario cumplió con su deber procesando a responsables de torturas, sin olvidar su deber de proteger la integridad física de esos mismos procesados.
Pronto los agentes del odio hicieron sentir su poder: detuvieron a Mario, en mi casa, violando su investidura. Más tarde, le forzaron al exilio interior, con sus secuelas de dolor y de penurias.
Conocí de las penurias de él y de su familia en Buenos Aires. Y encontramos, nuevamente juntos, fuerzas para seguir viviendo con ese mínimo de dignidad que no siempre hacen posible los exilios.
Mario, como muchos de sus amigos, tuvo conciencia de quiénes habían sido los perseguidores y los instigadores. Pero nunca, ni aun cuando las circunstancias políticas habían felizmente cambiado, Mario buscó venganza ni revanchas. Era un ser humano impermeable a los odios.
Establecida la democracia, los poderes republicanos decidieron, en un gesto que les honra, reinstalar a Mario en el Poder Judicial, esta vez como juez de familia, cargo que desempeñó no sólo con lealtad y patriotismo sino con sensibilidad humana y solvencia jurídica.
El paso del tiempo produce, como se aprende con los años, distanciamientos o quiebras generacionales que sólo el talento, la tolerancia y la frescura intelectual ayudan a sobrellevar o mitigar.
A Mario, como a muchos de nosotros, le marcó el sesentismo europeo y latinoamericano. En este sentido, éramos y somos hombres y mujeres de otro tiempo no necesariamente mejor.
Y de allí nuestra también común perplejidad por los cambios operados en la política argentina y salteña (vale decir, en los escenarios de una de nuestras más intensas pasiones).
Nuestros ojos y nuestra inteligencia constataron -casi impotentes- la superposición de la hora de los enanos, con la hora de los logreros y con la hora de los impostores.
Una sumatoria que ha relegado a personalidades como las de Mario (un hombre bueno, justo, honrado, altruista) al desván de los réprobos políticos.
Hoy, en el campo de la política vivida como espectáculo y ligada a sentimientos egoístas, los honores están reservados a los poderosos. Vale decir, a los que mandan, a los que disciernen premios y castigos, a los opulentos, a los que desprecian.
Tuve pocas pero sustantivas oportunidades de hablar con Mario en estos últimos años. Me bastaba verlo sonreír para comprobar que aquella vieja amistad, aquellos sueños compartidos seguían intactos, ejerciendo de lazo indestructible entre nosotros, por encima de los años, de los desengaños propios y de las miserabilidades ajenas.
Nos asistía la esperanza de que aquellas horas enanas están condenadas a dar paso a un tiempo mejor y nuevo.
Sé que Mario, nuestro querido Renato, está en la república de los justos. Y eso ayuda a sobrellevar el dolor de su muerte.
La familia de Mario me ha concedido el alto honor de despedir sus restos mortales y evocar su trayectoria.
Lo haré, más que como un amigo de Mario, como uno de sus compañeros de sueños y amarguras.
Siendo jóvenes, en los años 60 y 70, compartimos la ilusión de contribuir a la forja de un país más libre y más justo. Cometimos seguramente muchos errores, pero jamás practicamos ni prohijamos la violencia política.
El compromiso de Mario con aquellos ideales fue intenso, valiente y generoso, en tiempos difíciles para todos los argentinos.
Como todos ustedes saben, los que albergaban designios sectarios y mezquinos esperaron el mejor momento para castigarnos duramente.
Siendo Juez, Mario cumplió con su deber procesando a responsables de torturas, sin olvidar su deber de proteger la integridad física de esos mismos procesados.
Pronto los agentes del odio hicieron sentir su poder: detuvieron a Mario, en mi casa, violando su investidura. Más tarde, le forzaron al exilio interior, con sus secuelas de dolor y de penurias.
Conocí de las penurias de él y de su familia en Buenos Aires. Y encontramos, nuevamente juntos, fuerzas para seguir viviendo con ese mínimo de dignidad que no siempre hacen posible los exilios.
Mario, como muchos de sus amigos, tuvo conciencia de quiénes habían sido los perseguidores y los instigadores. Pero nunca, ni aun cuando las circunstancias políticas habían felizmente cambiado, Mario buscó venganza ni revanchas. Era un ser humano impermeable a los odios.
Establecida la democracia, los poderes republicanos decidieron, en un gesto que les honra, reinstalar a Mario en el Poder Judicial, esta vez como juez de familia, cargo que desempeñó no sólo con lealtad y patriotismo sino con sensibilidad humana y solvencia jurídica.
El paso del tiempo produce, como se aprende con los años, distanciamientos o quiebras generacionales que sólo el talento, la tolerancia y la frescura intelectual ayudan a sobrellevar o mitigar.
A Mario, como a muchos de nosotros, le marcó el sesentismo europeo y latinoamericano. En este sentido, éramos y somos hombres y mujeres de otro tiempo no necesariamente mejor.
Y de allí nuestra también común perplejidad por los cambios operados en la política argentina y salteña (vale decir, en los escenarios de una de nuestras más intensas pasiones).
Nuestros ojos y nuestra inteligencia constataron -casi impotentes- la superposición de la hora de los enanos, con la hora de los logreros y con la hora de los impostores.
Una sumatoria que ha relegado a personalidades como las de Mario (un hombre bueno, justo, honrado, altruista) al desván de los réprobos políticos.
Hoy, en el campo de la política vivida como espectáculo y ligada a sentimientos egoístas, los honores están reservados a los poderosos. Vale decir, a los que mandan, a los que disciernen premios y castigos, a los opulentos, a los que desprecian.
Tuve pocas pero sustantivas oportunidades de hablar con Mario en estos últimos años. Me bastaba verlo sonreír para comprobar que aquella vieja amistad, aquellos sueños compartidos seguían intactos, ejerciendo de lazo indestructible entre nosotros, por encima de los años, de los desengaños propios y de las miserabilidades ajenas.
Nos asistía la esperanza de que aquellas horas enanas están condenadas a dar paso a un tiempo mejor y nuevo.
Sé que Mario, nuestro querido Renato, está en la república de los justos. Y eso ayuda a sobrellevar el dolor de su muerte.
martes, 23 de noviembre de 2010
De enanos, logreros e impostores
El General Juan Domingo Perón marcó, es sabido, al menos tres décadas de la historia argentina. Su influencia, en muchos casos determinante, se basó en su gestión de gobierno, en sus maniobras políticas y militares, en una singular capacidad para interpretar los acontecimientos mundiales y locales, y en su habilidad para conectarse casi artesanalmente con la mayoría de los ciudadanos a través de un lenguaje expresivo, cargado de metáforas y de giros idiomáticos en donde viejos saberes se mezclaban con sorprendentes picardías.
Después de derrocado por el golpe militar de 1955, Perón acuñó una frase que expresaba su desencanto con el comportamiento de las elites argentinas: “Esta es la hora de los enanos”. Una afirmación con la que pretendía remarcar lo que a su juicio era la decadencia moral e intelectual de quienes ocupaban los primeros planos en el horizonte político, incluso dentro de sus propias filas.
Más adelante, cuando era ya inminente su retorno triunfal a la Argentina setentista, Perón alertó acerca de la llegada de una nueva hora: “La hora de los logreros”. Presentía, seguramente a partir de su experiencia directa, que la política argentina sería invadida por personajes que venían a lucrarse por cualquier medio.
Mientras que la llamada “infiltración izquierdista” en el peronismo fue un fenómeno conocido en aquellos años y viene siendo estudiado desde entonces, el desembarco de los logreros en el seno del mismo peronismo es un acontecimiento que permanece en las sombras y que no ha sido analizado hasta ahora por los científicos sociales dada su magnitud y esa misma oscuridad.
Hay quienes se preguntan cuál es la duración de estas “horas” anunciadas por Perón. Los más sagaces llegan a la conclusión de que esas horas en realidad son, como en el tango “Cambalache”, siglos acumulativos. Horas de largo recorrido que tiñen nuestra vida política agobiada por la presencia simultánea, brava y hegemónica de enanos y logreros.
Hace un par de noches, mientras me comentaba sus últimas hazañas inter-étnicas y non sanctas, el último peronista salteño e ilustrado, me dijo con esa honda tristeza que preanuncia la ancianidad: “Armandito, esta es la hora de los impostores”. Según su particular punto de vista, los políticos exitosos de hoy son aquellos que averiguan, a través de sofisticadas encuestas, cuáles sean los deseos y las opiniones dominantes para plegarse a ellas aunque resulten contrarias a sus trayectorias o a sus convicciones más íntimas.
Y citó el caso de poderosos contemporáneos (nacidos en cuna de oro o en pedreras), genéticamente oligarcas, que en un rapto de simulada modestia y sintiéndose un hombre de Estado dicen: “Me gustaría ser recordado por la posteridad como alguien que dio su vida por los humildes”.
Después de derrocado por el golpe militar de 1955, Perón acuñó una frase que expresaba su desencanto con el comportamiento de las elites argentinas: “Esta es la hora de los enanos”. Una afirmación con la que pretendía remarcar lo que a su juicio era la decadencia moral e intelectual de quienes ocupaban los primeros planos en el horizonte político, incluso dentro de sus propias filas.
Más adelante, cuando era ya inminente su retorno triunfal a la Argentina setentista, Perón alertó acerca de la llegada de una nueva hora: “La hora de los logreros”. Presentía, seguramente a partir de su experiencia directa, que la política argentina sería invadida por personajes que venían a lucrarse por cualquier medio.
Mientras que la llamada “infiltración izquierdista” en el peronismo fue un fenómeno conocido en aquellos años y viene siendo estudiado desde entonces, el desembarco de los logreros en el seno del mismo peronismo es un acontecimiento que permanece en las sombras y que no ha sido analizado hasta ahora por los científicos sociales dada su magnitud y esa misma oscuridad.
Hay quienes se preguntan cuál es la duración de estas “horas” anunciadas por Perón. Los más sagaces llegan a la conclusión de que esas horas en realidad son, como en el tango “Cambalache”, siglos acumulativos. Horas de largo recorrido que tiñen nuestra vida política agobiada por la presencia simultánea, brava y hegemónica de enanos y logreros.
Hace un par de noches, mientras me comentaba sus últimas hazañas inter-étnicas y non sanctas, el último peronista salteño e ilustrado, me dijo con esa honda tristeza que preanuncia la ancianidad: “Armandito, esta es la hora de los impostores”. Según su particular punto de vista, los políticos exitosos de hoy son aquellos que averiguan, a través de sofisticadas encuestas, cuáles sean los deseos y las opiniones dominantes para plegarse a ellas aunque resulten contrarias a sus trayectorias o a sus convicciones más íntimas.
Y citó el caso de poderosos contemporáneos (nacidos en cuna de oro o en pedreras), genéticamente oligarcas, que en un rapto de simulada modestia y sintiéndose un hombre de Estado dicen: “Me gustaría ser recordado por la posteridad como alguien que dio su vida por los humildes”.
viernes, 19 de noviembre de 2010
Damas pícaras pero virtuosas
Don César Perdiguero fue, probablemente, el periodista más leído y escuchado en los años 50 y 60. Mi relación intelectual con él fue cambiando con el tiempo. Cuando adolescente, fui un devoto de sus columnas radiales “Cochereando en el recuerdo”, de sus notas en el diario del Partido Peronista, y de sus zambas.
Más tarde, como la mayoría de los jóvenes sesentistas afrancesados, consideré a Perdiguero como la expresión emblemática de lo vulgar. Ahora, con los años, revalorizo su figura, disfruto sus “Crónicas del cerro San Bernardo” y celebro la reedición de sus obras.
Don César fue uno de los constructores de la salteñidad. Descubrió próceres, inventó héroes, exaltó las conjeturales calidades de la raza salteña, divulgó el idioma de los barrios desdeñando a la Academia, se identificó con el hombre común y fue un tradicionalista creativo. La reedición de “Cosas de la Salta de antes” me permite conectar con recuerdos juveniles, descubrir la fuente de extrañas anécdotas que laten en mi memoria, de reencontrarme con personajes y estilos casi olvidados.
Reconstruir, por ejemplo, aquel mito fundador de la salteñidad que relata el papel de nuestras mujeres en el triunfo del general Belgrano sobre los realistas el 20 de febrero de 1813. Como bien sabemos, aquella batalla independentista se ganó, más que por la fuerza de las armas de la patria naciente, por la sagacidad de nuestras damas principales que, en un acto que las ennoblece, sedujeron a los oficiales españoles la noche anterior al decisivo combate de Castañares.
Según la leyenda, las bellas salteñas de la alta sociedad conversaron, brindaron, bailaron y coquetearon con los siempre apuestos soldados de Su Majestad, hasta dejarlos extenuados y casi inútiles para los ejercicios bélicos.
Pero Perdiguero avanza datos y pone nombre y apellidos a estas heroínas. Así me entero de que doña Juana Moro de López, dama con calle epónima que diría don César, “sedujo con sus encantos, sin perder su altiva dignidad, al jefe de la caballería realista que huyó al principio del combate”.
Salteñidad en estado puro, seguramente en vías de extinción a tenor de las nuevas costumbres galantes. Sin negar la posibilidad de que una dama use de sus encantos para seducir a un caballero y que lo haga sin perder su altiva dignidad, pienso que ha de ser muy difícil en los tiempos que corren asistir a un acto de seducción de tamaña entidad sin que las partes caigan rendidas ante el vendaval de las pasiones.
Admito, no obstante, que el relato fundacional exija resaltar el carácter virginal y austero de las damas, tanto como la gallardía de los caballeros.
Más tarde, como la mayoría de los jóvenes sesentistas afrancesados, consideré a Perdiguero como la expresión emblemática de lo vulgar. Ahora, con los años, revalorizo su figura, disfruto sus “Crónicas del cerro San Bernardo” y celebro la reedición de sus obras.
Don César fue uno de los constructores de la salteñidad. Descubrió próceres, inventó héroes, exaltó las conjeturales calidades de la raza salteña, divulgó el idioma de los barrios desdeñando a la Academia, se identificó con el hombre común y fue un tradicionalista creativo. La reedición de “Cosas de la Salta de antes” me permite conectar con recuerdos juveniles, descubrir la fuente de extrañas anécdotas que laten en mi memoria, de reencontrarme con personajes y estilos casi olvidados.
Reconstruir, por ejemplo, aquel mito fundador de la salteñidad que relata el papel de nuestras mujeres en el triunfo del general Belgrano sobre los realistas el 20 de febrero de 1813. Como bien sabemos, aquella batalla independentista se ganó, más que por la fuerza de las armas de la patria naciente, por la sagacidad de nuestras damas principales que, en un acto que las ennoblece, sedujeron a los oficiales españoles la noche anterior al decisivo combate de Castañares.
Según la leyenda, las bellas salteñas de la alta sociedad conversaron, brindaron, bailaron y coquetearon con los siempre apuestos soldados de Su Majestad, hasta dejarlos extenuados y casi inútiles para los ejercicios bélicos.
Pero Perdiguero avanza datos y pone nombre y apellidos a estas heroínas. Así me entero de que doña Juana Moro de López, dama con calle epónima que diría don César, “sedujo con sus encantos, sin perder su altiva dignidad, al jefe de la caballería realista que huyó al principio del combate”.
Salteñidad en estado puro, seguramente en vías de extinción a tenor de las nuevas costumbres galantes. Sin negar la posibilidad de que una dama use de sus encantos para seducir a un caballero y que lo haga sin perder su altiva dignidad, pienso que ha de ser muy difícil en los tiempos que corren asistir a un acto de seducción de tamaña entidad sin que las partes caigan rendidas ante el vendaval de las pasiones.
Admito, no obstante, que el relato fundacional exija resaltar el carácter virginal y austero de las damas, tanto como la gallardía de los caballeros.
lunes, 15 de noviembre de 2010
Los abusos de las compañías de teléfonos
Las compañías telefónicas concentran la mayor cantidad de quejas de los usuarios de servicios públicos. Puede que en Salta el porcentaje de quejumbrosos sea menor, no porque estemos bien atendidos, sino porque a veces nos cuesta protestar o no tenemos a mano los canales para conocer y hacer respetar nuestros derechos.
Los abusos de las compañías de teléfono son enormes, variados y difíciles de desmontar. Sobre todo en el área de la telefonía móvil a la que hoy acceden miles y miles de salteños, muchos de los cuales tienen una idea muy limitada de las nuevas tecnologías y de sus derechos. Esta ignorancia es aprovechada de modo exasperante por las tres compañías telefónicas, sin que pueda saberse cuál de ellas es la peor de todas.
Adviértase que estas compañías que invocan la libertad de mercado, actúan en realidad en un "mercado imperfecto" en tanto los consumidores casi nunca disponen de la información imprescindible para contratar con ellas. Los "fallos del mercado", ante las algunas regulatorias, son campo orégano para las telefónicas.
El problema y su solución poco y nada tienen que ver con el debate acerca del carácter público o privado de las operadoras. Como lo saben los argentinos que padecieron los desastres de ENTEL, y lo sabemos los salteños que sufrimos la burla de la antigua Compañía Argentina de Teléfonos (CAT), que se había comprometido a prestar servicios de calidad idéntica a la que se brindaba en los países nórdicos.
La causa de nuestros males actuales (precios exagerados, contratos leoninos, mala atención al público, conexiones deficientes, áreas aisladas, escasa y despareja inversión en infraestructura de las comunicaciones, pésimos servicios técnicos, reparaciones que se eternizan) está, a mi entender, en las pobres regulaciones que ordenan el funcionamiento del sector de la telefonía.
Desde los años 90 a la fecha, el Estado argentino carece de expertos capaces de regular equitativamente las prestaciones y la actuación de las compañías prestadoras. Esta carencia permite que sean las propias empresas las que lleven la voz cantante a la hora de diseñar las reglas, con los consiguientes desequilibrios y la desprotección del interés de los usuarios individuales.
La Comisión de Comunicaciones es, para los salteños, un ente lejano, ausente e ineficaz. A su vez, los llamados servicios de atención al cliente no brindan soluciones a las quejas de los usuarios; tanto si actúan desde un call center, como si lo hacen en un mostrador y de cara al público. Por lo que concierne a la justicia, hay que decir que no está preparada para atender las micro-quejas que son propias de esta actividad.
En realidad, el Estado debería dar mayor intervención a las asociaciones de usuarios y establecer un cuadro tarifario que penalice a las empresas que motiven la mayor cantidad de quejas no resueltas satisfactoriamente. A más quejas, tarifas más baratas. Tocarles el bolsillo es quizá el único camino para frenar a estos desaprensivos operadores.
Los abusos de las compañías de teléfono son enormes, variados y difíciles de desmontar. Sobre todo en el área de la telefonía móvil a la que hoy acceden miles y miles de salteños, muchos de los cuales tienen una idea muy limitada de las nuevas tecnologías y de sus derechos. Esta ignorancia es aprovechada de modo exasperante por las tres compañías telefónicas, sin que pueda saberse cuál de ellas es la peor de todas.
Adviértase que estas compañías que invocan la libertad de mercado, actúan en realidad en un "mercado imperfecto" en tanto los consumidores casi nunca disponen de la información imprescindible para contratar con ellas. Los "fallos del mercado", ante las algunas regulatorias, son campo orégano para las telefónicas.
El problema y su solución poco y nada tienen que ver con el debate acerca del carácter público o privado de las operadoras. Como lo saben los argentinos que padecieron los desastres de ENTEL, y lo sabemos los salteños que sufrimos la burla de la antigua Compañía Argentina de Teléfonos (CAT), que se había comprometido a prestar servicios de calidad idéntica a la que se brindaba en los países nórdicos.
La causa de nuestros males actuales (precios exagerados, contratos leoninos, mala atención al público, conexiones deficientes, áreas aisladas, escasa y despareja inversión en infraestructura de las comunicaciones, pésimos servicios técnicos, reparaciones que se eternizan) está, a mi entender, en las pobres regulaciones que ordenan el funcionamiento del sector de la telefonía.
Desde los años 90 a la fecha, el Estado argentino carece de expertos capaces de regular equitativamente las prestaciones y la actuación de las compañías prestadoras. Esta carencia permite que sean las propias empresas las que lleven la voz cantante a la hora de diseñar las reglas, con los consiguientes desequilibrios y la desprotección del interés de los usuarios individuales.
La Comisión de Comunicaciones es, para los salteños, un ente lejano, ausente e ineficaz. A su vez, los llamados servicios de atención al cliente no brindan soluciones a las quejas de los usuarios; tanto si actúan desde un call center, como si lo hacen en un mostrador y de cara al público. Por lo que concierne a la justicia, hay que decir que no está preparada para atender las micro-quejas que son propias de esta actividad.
En realidad, el Estado debería dar mayor intervención a las asociaciones de usuarios y establecer un cuadro tarifario que penalice a las empresas que motiven la mayor cantidad de quejas no resueltas satisfactoriamente. A más quejas, tarifas más baratas. Tocarles el bolsillo es quizá el único camino para frenar a estos desaprensivos operadores.
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