Los resultados electorales han merecido infinidad de comentarios en la prensa y apasionan a los sesudos aficionados a la política que frecuentan bares y bancos de las plazas Guemes y 9 de Julio.
En Salta, los resultados muestran algunas novedades: La irrupción de la alianza “Salta Somos Todos”; el hundimiento del PRS; o la cantidad de salteños que opta por no votar.
Y han producido desazón en el Gobierno que, confiado en el abuso del dinero público, descontaba un rotundo triunfo de su ubicuo candidato, y había prometido al matrimonio gobernante contribuir con dos diputados a la profundización del modelo.
Los resultados pueden leerse también en clave de aparatos e intendentes; de lealtades y traiciones; o en función del grado de desarrollo cívico de nuestros pueblos y ciudades.
En este sentido, pienso que el clientelismo conserva eficacia en los departamentos condenados al atraso y en los barrios más pobres, y está perdiéndola allí donde el electorado madura.
Pero más allá de todo esto, quisiera traer a consideración de la audiencia un serio problema institucional: Me refiero a las reglas encargadas de traducir los votos ciudadanos en bancas legislativas.
Así como en el siglo XIX nuestros antiguos “orejudos” o conservadores diseñaron un sistema electoral para perpetuarse, la fuerza que en 1986 reformó nuestra constitución y en 1987 sancionó la Ley Electoral, dejó todo atado en beneficio de una nueva hegemonía alrededor de familias, símbolos e intereses económicos.
Por mucho que cambie el voto de los salteños, la Legislatura Provincial, sobre todo el Senado, seguirá en manos de ese Régimen que, aunque a veces cambie de caras, reconoce su identidad en la opacidad, el descontrol y el desden por los valores de la república.
Dicho de otro modo: la consolidación de la democracia en Salta, exige la reforma de la Ley Electoral.
(Para FM Aries)
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