Mi sentido de la discreción me impide conocer cómo se divierten los jóvenes de hoy, en una ciudad donde las viejas boites han sido reemplazadas por boliches, y los tradicionales parrilladas por bistrós con cocina de autor.
Advierto que, en realidad, un abismo separa a la cultura del ocio de las nuevas generaciones con aquella cultura que -de algún modo- crearon los hoy viejos sesentistas, entonces iluminados y contestatarios.
De vez en cuando, a veces, me asalta la nostalgia de las muy discretas boites salteñas, en donde las parejas (los solos y solas tenían vedado el acceso) eran introducidas por camareros bien vestidos y con linternas, y cuya consigna era “ver, oír y callar”.
Si dejamos aparte aquella boite de Tres Cerritos cuyo excéntrico propietario introdujo la bola loca, ninguno de nuestros locales bailables disponía de barra. Entre otras razones porque las parejas llegaban ansiosas de encontrar sugerentes sillones, severa oscuridad y música para ambientar amores perpetuos o pasajeros.
Estaba vedado conversar con amigos de otra mesa, tanto como husmear cómo estaban compuestas las parejas asistentes. Tales precauciones eran consistentes con el imprescindible intercambio de silencios y complicidades. Precauciones que no eran superfluas si se recuerda que, en lejanos años, un señor despechado la emprendió a los tiros en plena pista de baile.
Los jóvenes de aquel tiempo, al menos los que conocí, pasaban las veladas bebiendo bebidas que hoy ya no se encuentran ni en los antros más precarios. Licores que utilizaban las categorías mundiales (whisky, coñac), pero que no tenían el más mínimo parecido con sus homólogos.
Este fin de semana, un buen amigo entrerriano recordaba la fórmula infalible para seducir señoritas sesentistas: citar a Sartre, tararear las 4 Estaciones de Vivaldi, y beber Tres Plumas.
El sorprendente vínculo que hoy se conoce como “touch & go”, aun cuando antes también existía, solo funcionaba tras un discurso intenso acerca de la soledad, la angustia, la belleza y la muerte. Sería, quizá, un modo de diluir la conciencia del pecado que aprisionaba a muchos de los que por ese entonces se atrevían a explorar y a contravenir.
Me han hablado de que hay aun en Salta restaurantes con reservados para parejas que prefieren el anonimato; discotecas donde los sillones están resguardados tras cortinas; de boliches donde sólo suena música lenta y Tito Rodríguez sigue siendo el rey.
Nada de esto me consta. Pero estoy seguro que los jóvenes modernos se equivocan si piensan que los nacidos en los años treinta o cuarenta no saben divertirse. Ignoran la categoría de viejitos y viejitas piolas, que no debe confundirse con la de viejitos y viejitas verdes.
1 comentario:
Desde que leì, hace ya un tiempo, un abordaje -de tu autorìa, tambièn- acerca del impùdico "sexo-express" que siempre recuerdo y postergo su demanda de envìo. Me hago cargo -con toda seguridad personal- cuando le antepongo este calificativo... Nunca desde una mirada moralina y desactualizada. Sabemos que todo permanece en movimiento y que "todo cambia" (como bellamente lo afirma Mercedes Sosa en acertada interpretaciòn de la canciòn !); sin embargo, aquel valor intrìnseco a la esencia misma de las personas en el que una afinidad afectiva basada en el conocimiento del otro resulta indispensable al momento de una intimidad sexual, una intimidad con el toque de preservaciòn del pudor como conducta respetuosa de sì mismo, del otro y de la sociedad. No estoy de acuerdo con esto de la "complicidad", desvirtùa el "valor"... Serà, Armando, que todos somos "seres humanos", pero no todos "personas" ? Te dejo la inquietud.
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